En la
mañana temprana del viernes 11 de julio de 2014 una paciente acude a un centro
de salud público porque acusa una reacción alérgica que considera que le ha
ocasionado la ingesta de un antibiótico. Tras examinarla, y corroborar pápulas
y rojeces en las articulaciones, la doctora que le atiende, emite ese diagnóstico
y le desaconseja volver a tomar amoxicilina, del grupo de los antibióticos
derivados de la penicilina. Como consecuencia, la enfermería del centro le
administra Urbazon 40 y Polaramine. Tras esto, la afectada regresa a su
domicilio y hace vida normal.
El día
siguiente, sábado por la tarde, la paciente vuelve a acudir al servicio de
urgencias adoleciendo los mismos síntomas, pues las erupciones le volvieron a
brotar. El médico que le atiende en esta ocasión confirma la alergia y le
plantea inyectarle el tratamiento. El facultativo le receta de nuevo Polaramine
y conviene sustituir el Urbazon por Celestone Cronodose, que tiene una actuación
más prolongada y evitaría volver al día siguiente con el mismo problema.
La
paciente se dirige a la enfermería acompañada del doctor, que le proporciona al
enfermero la dosis de Celestone y le indica la medicación a suministrar. Ante
esto, el enfermero se niega en voz alta y ante la usuaria, alegando que no
inyectará ninguna medicina que no proporcione el Servicio Canario de la Salud
(SCS). El médico le rebate y ambos discuten durante unos minutos con la enferma
presenciando la disputa.
Ante
esta situación inverosímil a ojos de la paciente, ésta pregunta que cuál es el
problema que existe para inyectarle la medicación. El médico responde que el
SCS no proporciona el medicamento indicado, sino Urbazon, que tiene un efecto más
corto en el tiempo. El doctor le explica a la paciente que el coste de
Celestone no es elevado y aún así no se encuentra disponible en los centros
sanitarios, sino que se envía al paciente a comprarlo a la farmacia y
posteriormente se le inyecta, una vez que regrese al centro con la dosificación.
Para evitar este inconveniente, el facultativo trae hasta el lugar de trabajo
algunos fármacos que anteriormente ha comprado para poder emplearlos en un caso
como una reacción alérgica.
El altercado
se resuelve con la disposición del médico de inyectar él mismo la medicación a
la paciente, para lo que se dirige a la sala de reanimación de que dispone el
centro. Además, le expide una receta con un tratamiento oral de corticoides
para los siguientes 10 días, período en el cual sigue haciendo efecto el
tratamiento ingerido.
Sin
aras de establecer una pugna entre médico y enfermero, surge la duda de la
conveniencia del procedimiento y de la escasez de medicación en los centros de
urgencia para casos de gravedad o con posibles complicaciones. Entiendo la actuación de ambos profesionales, que han actuado cada cual en función de sus exigencias laborales.
La dicotomía la
plantean las clínicas privadas con convenio con la Seguridad Social, a donde
cientos de usuarios acuden con regularidad tal vez tras una experiencia previa
como la citada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario