Un año más estamos sobrellevando la Navidad con sus excesos y sus encuentros. No es que no me guste, sino que creo que ya no conservo el espíritu. Desde luego que me encantaría vivirla con la ilusión y la magia que la sentíamos cuando éramos niños, pero la madurez nos ha dado de bruces y nos ha devuelto a la realidad. Lo digo en plural porque le ocurre a mucha gente.
La Navidad se ha desvirtuado. Hoy se ha convertido en un cúmulo de brindis, comidas, compras, regalos, adornos y demás asuntos que pueden llegar a convertir esta etapa en muy estresante. Ni menciono la dedicación que requieren los menús de los días grandes y la recepción de visitas, la sonrisa puesta, los buenos deseos de personas con las que nunca antes habías cruzado palabra...
Es una celebración arraigada en la tradición religiosa donde se impone el encuentro familiar. Ya sentados, cenando cualquier manjar me vienen a la cabeza quienes no tienen familia, quienes huyen del horror de la guerra, quienes sufren el dolor causado por el hombre y no tienen árbol de Navidad ni cantan villancicos. Y me entristece. Cada vez nos toca más de cerca y seguimos haciendo oídos sordos. El hombre es una fiera para el hombre.
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