Quiero dedicar una pequeña reflexión a los niños, a esos pequeños seres a los que enseñamos a diario, pero de los que tenemos mucho que aprender. A los menores, que son empáticos, espontáneos, sinceros y muchas veces nos demuestran cuántos prejuicios ignoran.
En la mera relación con desconocidos, los niños nos ganan la batalla. Puede influirles un poco la timidez, pero enseguida dejan de lado la vergüenza y sociabilizan sin atender a más razones. Está demostrado que somos los adultos los que ponemos barreras a la diferencia. Los niños se relacionan perfectamente con personas de distintas razas y hasta de una lengua ajena a la suya.
Esa actitud es la que deberíamos tomar nosotros. Dejar de imponernos prejuicios y etiquetas sería una solución para evitar una gran cantidad de conflictos, del alcance de la xenofobia o la homofobia, por ejemplo. Cada persona tiene unas características individuales que no deberían servir para definirla; me refiero a expresiones del tipo «la gorda», «el chino», o «el niño autista». Los niños no emplean esos calificativos para referirse a otras personas hasta que los escuchan. De ahí la importancia de la actitud que debemos tomar los que ya no somos críos.
Para denominarnos existen los nombres y reniego de hacer de las circunstancias individuales un mote. Porque las diferencias son esenciales para conformar un mundo de iguales. Defiendo la singularidad de cada ser y entiendo lo significativo que es adquirir una personalidad propia y única. Sin embargo, no tolero las descalificaciones, el menosprecio ni la burla, porque esto siempre alberga grandes problemas. El desprecio no es una característica de personas maduras y respetuosas, que es el modelo en que los niños se deben ver reflejados.
Lo dicho, que los niños son afables, inocentes, curiosos y nos dan lecciones constantemente. Me gustaría ser como ellos, aunque lo mejor es no haberlo dejado de ser nunca.
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