La lacra de la violencia de género nos acecha. En cuatro días han sido asesinadas en España cuatro mujeres y este problema se ha enquistado tanto en nuestro entorno social que, por desgracia, parece complicado erradicarlo a corto plazo. Por más que se invierte en campañas educativas y mediáticas, los datos son nefastos y se traducen en decenas de mujeres y niños muertos a manos de sus agresores.
Me
cabrea, me enfada, me siento impotente. No hoy, sino siempre. Me da
tanta rabia que la vida de una mujer y la de sus hijos dependa de la
voluntad de un mísero cobarde, que no le
encuentro explicación. No tolero que se les tilde de supuestos o
presuntos asesinos cuando la muerte y la violencia es tan manifiesta.
Y
varias alternativas a nivel internacional parecen advertir a la mujer
de que se cuide. Un ejemplo es el Ayuntamiento del pueblo vasco de
Santurtzi, que prestará servicio de acompañamiento a casa a las mujeres
durante las fiestas o la decisión de la FIFA de no sacar planos de
mujeres en las gradas para evitar agresiones sexuales. Esto me hace
preguntarme ¿quién tiene el problema: la mujer, que sufre el ataque, o
el hombre que lo perpetra? ¿Por qué poner en marcha esas medidas que
parecen designios de la época medieval?
En julio del
año 2018 ya llevamos décadas luchando para normalizar el papel de la
mujer en la vida social, para integrarla laboralmente y para que tenga
exactamente los mismos derechos que el hombre. Por supuesto que hay que
evitar agresiones, pero lo que hay que hacer es condenarlas, y no dejar
manadas sueltas.
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